MADRID.- España ha tocado fondo.
Sánchez podría convocar diez elecciones más y el resultado sería siempre
el mismo: la ingobernabilidad de un país cuyo sistema político, social y
económico ha entrado en caída libre. La imposibilidad de pacto alguno
entre los partidos y la atomización del Parlamento demuestran que el
modelo de democracia española instaurado en 1978
ha entrado en una crisis mucho más profunda de lo que se intuía hasta
ahora, razona hoy Diario 16.
La meteórica irrupción del populismo de extrema derecha y el
crecimiento de las fuerzas independentistas son síntomas evidentes de la
gangrena que sufre el enfermo y de que la ciudadanía está harta de que
los partidos y los políticos gobiernen a sus espaldas y en contra de sus
intereses reales.
El edificio construido en la Transición
se tambalea, las instituciones hacen aguas. No solo los poderes
Ejecutivo y Legislativo sufren la terrible parálisis, también el
Judicial,
aquejado de numerosos males como la falta de recursos, el colapso de
papel en juzgados y tribunales, la sobreprotección de la banca (véase
caso Banco Popular o sentencia de las hipotecas)
y la infiltración de jueces peligrosamente simpatizantes con el antiguo
régimen.
No hace falta decir que instituciones fundamentales para el
funcionamiento del Estado como las fuerzas de seguridad del Estado, el cuerpo de inspectores de Hacienda
que debe luchar contra el fraude fiscal, los ayuntamientos y
administraciones autonómicas se ven aquejados de una alarmante falta de
inversión que hace tambalear aún más los cimientos de nuestra
democracia.
Las cloacas del Estado
apestan con sus Villarejos extendiendo la mugre por todas partes y
tampoco la monarquía, garante y símbolo del sistema, atraviesa por sus
mejores momentos tras los casos de corrupción detectados en los últimos
años.
Pero con ser graves los males anteriormente descritos, ninguno es tan
letal para el futuro inmediato de nuestro país como esa nefasta
concepción que de España tienen las élites financieras y la casta
política como un inmenso negocio que han sabido explotar hasta la última
gota, no solo con los gobiernos del PP, sino también del PSOE.
El gran capital especulativo siempre ha visto a la piel de toro como un
gran chollo, una bicoca a esquilmar como en su día los conquistadores
españoles esquilmaron las colonias de ultramar.
En las últimas cuatro
décadas de democracia, salvo períodos aislados, no se ha sabido (o no se
ha querido) consolidar los cimientos de una nación verdaderamente
avanzada, moderna, próspera y basada en el reparto de la riqueza y en la
igualdad económica.
España, lejos de ser un país, ha sido España SA,
una empresa a exprimir, un gran solar vendido por parcelas donde las
grandes multinacionales nacionales y extranjeras, los bancos y las
grandes fortunas han entrado a saco.
Se
ha especulado con el ladrillo poniendo en peligro la economía y
entornos naturales únicos como el Mar Menor en Murcia o la Albufera en
Valencia (ambos al borde de la extinción); se han privatizado servicios
públicos esenciales para el Estado de Bienestar
como la sanidad, los transportes y la educación; se ha reconvertido (ay
ese eufemismo) la floreciente industria española en otras actividades
estériles; y la agricultura se ha empobrecido tanto que los cultivadores
de naranjas de la Comunidad Valenciana, por poner un
ejemplo, prefieren quemar sus campos y replantar aguacates porque
sembrar cítricos es una auténtica ruina.
Ahora importamos las naranjas
de Marruecos pese a que las nuestras eran las mejores
del mundo, un fenómeno parecido a cuando antaño perdimos el monopolio de
la cotizadísima oveja merina castellana y otros países supieron sacarle
provecho.
En España tenemos las mejores fresas que se pierden porque
los sueldos de los jornaleros son ínfimos y nadie quiere recogerlas; la
mejor leche del planeta, la que da la vaca asturiana, se halla hoy en
decadencia por el abandono estatal y las abusivas cuotas lácteas
europeas; los mejores pescados y mariscos se ven arruinados por la
sobreexplotación y la suciedad de los mares; y el mejor aceite, nuestro
oro líquido, con el tiempo también se acabará perdiendo.
Y todo ello sin
contar con que pese a que España sigue siendo el país con mayor
potencial de energía solar del mundo nos siguen tomando el pelo los
jeques árabes del petróleo.
Así es este país, un país que tiene potencial para ser rico, un
país que pese a sus recursos siempre acaba sumido en la miseria por la
gobernanza de esas élites políticas, aristocráticas y financieras que
han terminado por expoliarlo.
Todo eso se ha hecho con la complicidad de
los dos grandes agentes del bipartidismo (PP y PSOE) que han sustentado
el gran negocio (para unos pocos, por supuesto) que ha sido siempre
esta nación. Ambos partidos, que se han alternado camastrona y
perezosamente en el poder, han tolerado y permitido las prácticas de
rapiña de especuladores, terratenientes, grandes de España y políticos
aprovechados expertos en puertas giratorias.
Una vez más, como ocurrió
en el Siglo de Oro, los corruptos le han chupado la
sangre al español, que se lamenta de vivir en el país con más paro del
mundo, con los sueldos más bajos y los más altos índices de precariedad
laboral y desigualdad.
Este sigue siendo el lugar de Europa donde más
políticos han pasado por el juzgado por forrarse con dinero público que
no les pertenecía (muchos por cierto ya están en la calle o con cuentas a
buen recaudo en paraísos fiscales). Más de 100.000 millones en
corruptelas varias, nada más y nada menos. Por no hablar de la inmensa
estafa del rescate bancario pagado a tocateja por el sufrido españolito.
Así hemos estado muchos años, demasiados quizá, largas décadas en las
que las élites se han aprovechado de la paciencia de los españoles (y
por qué no decirlo, de cierto conformismo heredado de los tiempos
franquistas). Ayer los analistas financieros advirtieron que la
ingobernabilidad de España puede conducirnos a una posible rebaja del
“rating” de la deuda soberana.
El gran capital extranjero empieza a
dudar de que podamos formar un Gobierno estable capaz de hacer frente a
los retos del país. Nos han colgado el cartel de estado fallido, como
muchos del tercer mundo. Un síntoma más de que hemos llegado al final
del callejón sin salida.
Y lo que es aún peor: si miramos a nuestro
alrededor solo vemos políticos odiándose y enfrentándose entre el
alboroto vocinglero y la mediocridad más absoluta. Ni un solo atisbo de
esperanza de que alguien cuerdo y sensato aborde las reformas necesarias
antes de que todos acabemos hundiéndonos definitivamente.
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