La detención de Eduardo Zaplana por un
presunto delito de blanqueo de capitales y cohecho es la penúltima
pincelada del tenebroso cuadro político español. El último renglón de un
relato deprimente: el fracaso moral del proyecto supuestamente
regeneracionista de José María Aznar durante el cambio de siglo.
Operación Erial ha titulado la Guardia Civil. Hay un literato en la
Unidad Central Operativa.
Conviene poner las cosas en perspectiva. La
caída de Zaplana es muy relevante, en la medida que fue uno de los
hombres verdaderamente importantes de la aznaridad, por decirlo al modo
de Manuel Vázquez Montalbán.
Inteligente, muy inteligente, simpático,
espléndido relaciones públicas, duro en la batalla, jabalí en el
Parlamento, pinturero, incluso en sus momentos de mayor dificultad
vital, Eduardo Zaplana le birló la Comunidad Valenciana al Partido
Socialista y condujo la aznaridad a orillas del Mediterráneo.
Madriterráneo, titularía años más tarde el diario ABC.
El hombre de
Cartagena trasplantado a Benidorm ayudó a construir un eje fundamental
para la hegemonía de la derecha conservadora española, que no podía
contar ni con Andalucía, ni con Catalunya. En su segundo libro de
memorias (El compromiso del poder, 2013), José María Aznar glosa la
conquista de Valencia como uno de los hitos más importantes de su
mandato.
Zaplana captó rápidamente las ambiciones y
frustraciones de la sociedad valenciana, mientras Barcelona, Madrid y
Sevilla iban como un tiro durante los años noventa. Una pintada
aparecida un día en un muro de la ciudad de Valencia lo resumía muy
bien: “Barcelona: Juegos Olímpicos, Sevilla: Expo, Madrid: capital
cultural europea. ¿Y nosotros, qué?”.
Zaplana ofreció a los valencianos
un proyecto de prosperidad rápida, basado en una combinación de
plusvalías inmobiliarias y turismo. Trabajó con un mapa de intereses
perfectamente elaborado por un excelente conocedor del terreno: el
exdirigente socialista Rafael Blasco. Sin la ayuda del maquiavélico
Blasco, hoy recluido en la prisión de Picassent, el Partido Popular no
habría conquistado Valencia.
La caída de Zaplana es otra muesca en la
culata de Mariano Rajoy. Todos los que le hicieron la vida imposible
han acabado sucumbiendo. Sólo Ángel Acebes queda en pie. Puede leerse
así, pero también al revés: Zaplana cae ahora sobre las cansadas
espaldas de Rajoy. El deterioro del Partido Popular parece imparable,
pese a una recuperación económica, que podría emborronarse en los
próximos meses. Demasiadas cosas le salen mal. El hombre de Berlín se
les está escapando. El teorema Llarena, pieza fundamental para una
reinterpretación dura de la democracia española, puede desmoronarse.
La paradoja es la siguiente: la aznaridad se
ha hundido moralmente, pero Aznar ha conseguido ser el padrino
intelectual de Ciudadanos, fuerza de repuesto de la maltrecha derecha
española.
Hoy el PNV tiene en sus manos el destino de la legislatura.
(*) Periodista y director adjunto de La Vanguardia
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