MADRID.- La historia de Zaplana es la historia del PP de Aznar. Acebes, Esperanza, Mayor Oreja…formaban
parte del núcleo duro, del equipo de confianza del líder de la
neoderecha española. Su equipo de confianza, sus peones de brega, sus
incondicionales… Siempre estuvieron ahí, arracimados en torno a su jefe.
Con dudas pero sin fisuras, según rememora hoy www.vozpopuli.com.
Eduardo Zaplana no es valenciano, sino murciano. Nació en Cartagena hace 61 años, pero el arranque, despegue y consagración de su carrera política van ligados a la Comunidad Valenciana. Hijo de un oficial de la Armada, que derivó luego en industrial, estudió Derecho y saltó raudamente a la política.
Zaplana
ha sido un peso pesado en la era Aznar. Uno de sus más fieles
centuriones, miembro de su guardia de corps, leal, astuto, dotado de un
enorme instinto político, buen encajador y alma de ‘killer’. Su
trayectoria es un ejemplo de carrera meteórica. Arrancó en el lado
liberal de la UCD, como tantos.
Oteó el horizonte, divisó el futuro y pasó con celeridad al PP. Concejal por Benidorm,
saltó a la alcaldía en 1991, merced a una tránsfuga del PSOE que le
puso el Ayuntamiento en bandeja. Apuntaba maneras. Aznar se fijó en él.
Un político joven, con encarnadura de líder, dispuesto a todo, buena
presencia, seductor, amable y con una cabeza organizada para la escala.
En 1995 se hizo con la presidencia de la Comunidad Valenciana, tras
lograr el éxito ímprobo de expulsar a los socialistas de la que pensaba
su casa. Allí estuvo casi ocho años. Le dio la vuelta a la región, la
parachutó en el ranking de las regiones españolas, y europeas. Le plantó
cara al pancatalismo, por entones en ebullición, y transformó la faz de
su territorio de forma radical.
Aznar se lo trajo a
Madrid en 2002. Le encargó el Ministerio de Trabajo donde impulsó
algunas medidas sobre pensiones que supusieron un avance sin precedentes
en ese complicado territorio. Se las tuvo con los sindicatos, pero su
habilidad para el regate le granjeó importantes victorias políticas.
Ya
se había granjeado por entonces importantes enemigos. En especial, en el
ámbito de los medios de comunicación. Desde algunas cabeceras
importantes le buscaron afanosamente las cosquillas, con Tierra Mítica
como principal argumento. Nada lograron. Zaplana seguía en pie, envuelto
en sospechas pero sin pisar un juzgado. Ganó aquel pulso.
Le atribuyeron incluso aquella frase de “estoy en política para forrarme”,
que nunca pronunció. Una variante más perversa que la de Sara-Mago de
Esperanza Aguirre. En las postrimerías de su mandato, Aznar le renovó en
Trabajo y le encolomó además la portavocía del Gobierno en sustitución
de Mariano Rajoy.
Tiempos duros, inhóspitos, erizados de polémicas y de
turbulencias. Nació por entones la palabra ‘crispación’ aplicada a la
política. Un estrambote feroz al gobierno de la mayoría absoluta, del
repunte económico, de la conquista de un cierto relieve internacional.
La boda de El Escorial, la guerra de Irak, el rancho de Bush, el Yak
42...El crepúsculo del PP. Zaplana lo pasó mal. “Fueron los tiempos más
difíciles”. Pero nunca dio un paso atrás.
Mantenía
excelentes relaciones con destacada gente del PSOE, como Bono o
Rubalcaba. Se movía con soltura por los pasillos del Congreso, por los
meandros del mundo empresarial, por las covachuelas de los medios.
Tras
la hecatombe del 11-M, Mariano Rajoy, ya al
frente del PP, le rescató, como a otros firmes centuriones de Aznar,
como Ángel Acebes, para labores de segundo orden. Zaplana se encargó de
pastorear el grupo parlamentario, con más acierto del que exigía el
cargo. Remaba a la contra.
El presidente del partido, que venció el
pulso a la titubeante familia aznarista precisamente en el Congreso de
Valencia, apenas contaba con él. Zaplana y Acebes, los dos miembros más
caracterizados del ‘antiguo régimen’ del PP, pasaron a la reserva. Y de
ahí, a la empresa privada.
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