Sin duda hay un gen, una neurona, un anticuerpo de yo-qué-sé, que
actúa como barrera protectora. La acción judicial contra Zaplana me
pilla en Sevilla, cuando estoy comprobando que el Ayuntamiento del
Guadalquivir sigue usando el sistema ancestral de postes clavados en el
pavimento para sustentar los enormes toldos de la procesión del Corpus.
'Els homenots de la vergonya' no han muerto en la ciudad hermana del
sur, que se aferra a las tradiciones sin complejos. Han sido días de
disfrute de apacibles paseos turísticos, de redescubrir Triana y Santa
Cruz sin las viejas prisas, en los que no he conseguido alcanzar ni el
menor asomo de rencor. ¿Me habré quedado ya tonto para siempre?
Empujado
por la competencia entre ciudades, el periódico me pidió un serial de
reportajes en la Sevilla que en los setenta empezaba a hablar del Metro.
Pero ahora es fácil comprobar que a Sevilla le basta con ser ella misma
para tener todo el encanto del pasado convertido en recursos del
presente. El éxito no está en que las tortitas de camarones tengan
muchos camarones, sino en la gracia amistosa con que el camarero explica
las malas prácticas de la competencia.
En tres días, Eduardo
Zaplana ha pasado de la gloria a la prisión provisional y yo, en
Sevilla, solo consigo un sentimiento de melancólico abatimiento por
Valencia, por la reputación de una tierra que uno no quisiera ver
manchada -¡en Sevilla además!- por comentarios del estilo «Joder, estos
valencianos...». No se producen, por fortuna: cada cual lleva su mochila
e intenta poner la mejor cara al viento.
Ante el 92, Sevilla fue
uno de los motores de la ambición valenciana. Queríamos el AVE,
queríamos eventos, autopistas, cartujas, santajustas y miradas
comprensivas del Gobierno. No era envidia, sino hambre de
infraestructuras y sed de justicia. Y llegó un político nuevo que nos
hizo creer que no había que esperar mucho de Madrid, sino arremangarse y
conseguir cuanto anhelásemos: Zaplana trasformó la melancolía de
Cenicienta en una autoestima que llevábamos esperando casi un siglo.
Julián
Quirós, el domingo, hizo el trabajo impecable de describir lo que los
valencianos vivimos a caballo entre dos siglos: Zaplana sabía aplicar a
cada cual su medicina adecuada a cambio -eso no se duda- de una lealtad
que tenía que atravesar las fronteras de la sumisión. Un día, para
fastidiarle, le regalé las poesías de nuestro fundador, Teodoro
Llorente; y para pasmo de mi impericia, escuché, en dos minutos, el
mejor dibujo posible sobre los problemas clásicos del conservadurismo
valenciano.
¿Insaciable? Como es natural. Con Rita Barberá,
Valencia cambió de arriba abajo aunque ya no supo detenerse ante el
borde del abismo de la crisis. En aquellos años, por cambiar, hasta
cambiaron, dos veces, todos los directores de todos los medios
informativos de la región.
Pero ocurre que, tantos años después, no me
encuentro el rencor en ningún bolsillo. Cosas de la edad...
(*) Periodista
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