Hacía muchos años que no se veía un cuadro macroeconómico con todas sus variables tan en negativo. Es verdad que en otros países europeos también ha ido mal, y hasta es posible que, como dije la semana pasada, éste haya sido el peor trimestre. Pero el efecto acumulativo de las cifras y, sobre todo, los problemas personales que hay detrás de las mismas, nos debieran empujar a hacer algo más para evitar, por ejemplo, que cuando nuestro PIB caiga, el empleo lo haga el doble, cosa que no ocurre en ningún otro lugar.
En Estados Unidos empiezan a cobrar fuerza dos nuevos enfoques sobre esta crisis. El primero sostiene que si un excesivo endeudamiento privado -familias y empresas- por encima de las posibilidades de devolución del mismo es lo que nos ha llevado al borde de la quiebra, la solución no puede ser acompañarlo con mayor endeudamiento público.
Es cierto que ese incremento de la deuda pública ha venido principalmente de la mano de dos medidas: la asunción por el Estado de una parte del endeudamiento privado mediante el trasiego de activos tóxicos, que no incrementa la cifra total de deuda, sino que se sustituye un deudor privado por otro público; y, en segundo lugar, nueva deuda pública que financia el mayor desempleo, los menores ingresos impositivos y las ayudas a empresas y familias que se han visto dañadas por la sequía crediticia que ha acompañado a la crisis financiera, convirtiéndola en crisis de la economía productiva.
Pero sustituir unas unidades privadas excesivamente hipotecadas por un Estado excesivamente endeudado, al trasladar cargas privadas sobre hombros públicos, puede significar un importante retroceso en términos de justicia social.
Para evitarlo, el recurso al déficit tiene que tener un objetivo claro y acotado en el tiempo, a la vez que debe incrementarse la progresividad de los impuestos, concentrando el impacto del gasto público sobre los sectores más débiles de la sociedad. Si los Presupuestos no reajustan su estructura de ingresos y gastos, el resultado final será que las clases más desfavorecidas saldrán perjudicadas.
Esto es especialmente relevante si lo vinculamos a la otra nueva línea de reflexión crítica sobre la crisis. Aquella que sitúa el origen de las dificultades actuales no tanto en la concesión alegre de créditos o en los excesos de ingeniería financiera desarrollados por unos mercados avariciosos y codiciosos, que también, sino en la previa desigualdad de renta y de riqueza provocada por los años de gobierno neocon de Bush. A título de ejemplo: se dice que si en 1980 los altos ejecutivos de las grandes compañías cobraban 40 veces el salario medio, el 2008 ganaron 360 veces dicho salario.
El problema no sería tanto los créditos Ninja, sino el fuerte incremento de personas sin ingresos, sin trabajo y sin activos a los que se les ha querido compensar, mediante el endeudamiento, su incapacidad para consumir. Junto a ello, el aumento constante de trabajadores pobres. Es decir, gente ocupada, pero que dada la estructura precaria del mercado de trabajo, los salarios bajos y la inexistencia de seguros públicos de sanidad o educación como los que conocemos en la Europa del Estado del Bienestar, se ven cerca del umbral de la pobreza e incapaces de conseguir determinados bienes de consumo -como la vivienda- sin recurrir a créditos de alto riesgo.
Estos sectores sociales han existido siempre. La novedad ha consistido en que su número se ha incrementado de manera espectacular en los últimos años y, además, algunos financieros han visto la oportunidad de introducirlos en el sistema de manera rentable mediante el recurso al préstamo. Salir de la crisis requeriría, por tanto, reformas sociales como un sistema sanitario público, pero, también, medidas que favorezcan un reequilibrio en la injusta distribución actual de la renta y de la riqueza.
Las tareas a acometer son de gran magnitud. Pero la manera en que lo hagamos no es neutra. De la misma manera que cuando la economía española crecía al 4%, hace ahora dos años, algunos se negaban a hablar de crisis por mucho que los nubarrones se cernieran ya sobre el horizonte, yo, hoy, con una economía decreciendo al -3%, me resisto a hablar de brotes verdes que, además, no sabemos todavía, con certeza, si adelantan el nuevo modelo de crecimiento o si son restos no chamuscados del viejo modelo.
No digo que no los haya o que no pueda haberlos. Digo que no creo que debamos hablar mucho de ello ahora porque puede dar la impresión de que su existencia nos evitará actuar con la contundencia necesaria porque si, total, ya despeja, ¿para qué necesitamos hacer algo distinto que esperar?
Porque de la crisis saldremos, incluso sin hacer nada más que dejarnos llevar por la corriente. La cuestión es cómo saldremos, cuál será el reparto de costes y beneficios y cómo afectará a la correlación social de fuerzas. Y ello dependerá de las actuaciones políticas de unos y de otros.
Juntos podemos, decía Obama. O lo que es lo mismo, solos no podemos y, por tanto, no debemos. Pero si el consenso político exige difuminar las medidas, el diálogo social languidece según los sindicatos y la cooperación territorial está atascada, tenemos un problema que no se resuelve mediante la hiperactividad gubernamental.
La conjunción de datos económicos muy negativos, con la constatación de síntomas de bloqueo institucional en los ámbitos parlamentarios y sociales, nos obliga a revisar el método y los contenidos. Nos jugamos mucho. Todos.
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