Febrero 2020. Tarde por la noche en el restaurante 'Flash-Flash' de Barcelona dos mujeres que están en los cincuenta, aunque por su elegancia y su clase merecerían diez años menos, empiezan a hablar con un hombre que cena solo. El hombre no se da exactamente cuenta de lo que ocurre y piensa que ha ligado. Las señoras se ríen y se hacen las encontradizas cuando 'Flash' cierra y todos van a 'Giardinetto' -en la acera de enfrente- a tomar una copa. Entonces una de ellas plantea la conversación que en realidad le interesa y explica que se llama Marta Frías, que es la exesposa del presidente del Barça, Josep Maria Bartomeu y que en 2018, tras 20 años de matrimonio,
un día su marido, sin venir a qué, la citó por whatsapp a media tarde para tomar un café. Pese a la rareza del evento, ella acudió tranquila, en el convencimiento de que su esposo tendría algo que comentarle, algo 'logístico', que siempre es mejor no hablarlo por teléfono. «La gente inteligente -dice- no habla de cosas importantes por teléfono».
Toman efectivamente un café, materialmente un café, y el encuentro dura lo que el café dura porque Bartomeu le dice que la quiere mucho, y que le agradece todo, pero que se ha enamorado de una chica y quiere ir a vivir con ella. Le anuncia que ya ha recogido sus cosas de la casa, que no tendrá ya que verlas cuando vuelva, le desea suerte, le vuelve a dar las gracias, le extiende la mano como para dársela a una jugadora de fútbol femenino, y sin decir más ni mirar atrás, se va.
Al cabo de unos días, los abogados se encargaron de dar forma al café más extraño de la vida de Marta Frías, y lo increíble volvió a suceder en su vida al darse cuenta de que todo un presidente del Fútbol Club Barcelona alegaba en su defensa, para no tener que pagar el oneroso precio del divorcio, que se iba a vivir a casa de sus padres, en la Via Augusta de Barcelona, justo delante de la estación de Ferrocarriles de Sarriá.
Éste es Josep Maria Bartomeu. La mentira, la falsedad y la trampa forman parte de su esencia, así como la de sus secuaces. Que el actual presidente del Barcelona, Joan Laporta, le haya acusado de mentir no ha de haberle ni dolido, porque lleva el embuste tan incorporado que lo da por descontado. Que Bartomeu, con su carta de la semana pasada, intentó «justificar lo injustificable», como Laporta ha señalado, también es absolutamente cierto.
Lo más positivo de la respuesta de Laporta es que pese a la situación extrema del club, y las malas artes -por decir lo menos- de la junta anterior, no se ha embarcado en prometer acciones legales contra Bartomeu y ha apelado en distintos momentos de su comparecencia a la necesidad de «buscar soluciones». El odio y la revancha, que de un modo tan desagradable caracterizaron a Sandro Rosell y a Bartomeu cuando en 2010 llegaron a la presidencia del club, tuvieron resultados nefastos para el Barcelona y para el propio Rosell, que acabó en la cárcel donde quería meter a Laporta. Es bueno que el futuro posible se abra paso y supere sin tragedia añadida el calamitoso pasado.
Lo preocupante de la comparecencia es que el pasado como excusa no sirve para nada. Nadie duda de la calaña de Bartomeu y los suyos, ni del daño que le han hecho al Barça. Pero el fútbol, y los negocios, no son de quien tiene razón, sino de los que ganan. Laporta ha tenido razón en casi todo lo que ha dicho desde que ha llegado a presidente, y del mismo modo, y seguramente por el mismo motivo, ha perdido todas las batallas que ha enfrentado. El Barça no ha podido -como Laporta quería- cambiar de entrenador, ha perdido a Messi y su supervivencia peligra. La actual plantilla, como se vio el domingo contra la Real, sirve para giras regionales, pero no para llegar ni a los cuartos de la Champions.
Laporta ha dicho la verdad y Bartomeu miente hasta a su señora. Pero el Barça continúa naufragando y la verdad no tiene valor de cambio en el mercado.
(*) Columnista
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